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[personal profile] leitmotiv
Fandom: Dies Irae
Claim: Alexander/Franz
Tabla: Mago de Oz
Tema: Deja de llorar
Notas: No me convence mucho, pero algo es algo XD

Cuando Franz llegó a Inglaterra, en noviembre de 1938, varios días después del kristallnacht, era sólo un niño pequeño y frágil, un rubiecito alemán que apenas sabía hablar y que tenía, por todo recuerdo de su padre, una fotografía en blanco y negro del hombre portando, orgulloso, el uniforme de gris de la Schutzstaffel. Con su hermanita aún pequeñita y su madre, había sido acogido por la familia Doskoit, cuidado por un hombre que aseguraba haber conocido a su padre cuando joven. Franz era entonces pequeñito, inocente, incapaz de sospechar siquiera el amorío entre su dulce madre y aquel joven viudo que moriría unos años después.

Y, según Alexander, era además un llorón.

Quizá porque la primera vez que lo había visto, cuando el señor Odergand había ido a visitar a su compañero, el señor Doskoit; el pequeño lloraba a todo pulmón por algo que él no comprendía, pero esa impresión le había dado. Llorón, un pequeño mimado.

Casi siempre lloraba sin razón ante los ojos de Alexander, por cosas estúpidas, por cosas normales como caídas y golpecitos y más de una vez le había visto tratando de contener el llanto cuando el señor Doskoit le asestaba una o dos bofetadas por ser un chico desobediente.

También pensaba que era estúpido. Sí, Franz Eysenck era estúpido ante sus ojos.

Por varias razones. Una, porque no sabía inglés y no hablaba, nada, absolutamente nada comprensible. Él, en su lugar, ya hubiese aprendido, estaba seguro. Dos, porque tampoco sabía escribir y eso que la institutriz había tratado de enseñarle. Mocoso negado. Y tercera y la razón por la que más pensaba que era estúpido. Eysenck lloraba por cualquier nimiedad, pero cuando debía hacerlo, sencillamente no lo hacía.

No lloró la vez que el señor Doskoit le había roto el labio de un golpe limpio con el dorso de la mano, dejando que aquel anillo de oro quedase levemente manchado por un poco de sangre oscura, cuando Franz era pequeño aún, no sabía sino alemán y no hablaba, por temor a esos golpes propinados cada vez que lo hacía, porque entonces el hombre se enfadaba, mascullaba algo como ’’malditos nazis’’ y la molestia le duraba días.

Tampoco lloró aquella vez cuando, herido, se había sentado en su cama y hablando con una voz queda que apenas comenzaba a tomar el matiz masculino de la edad, pidió algo de alcohol y ventajes para curar las heridas de su pequeña hermana. Alexander le había visto contener las lágrimas de rabia, de frustración y mascullar maldiciones en voz muy baja, con los dientes apretados.

No lloró cuando finalmente se comprendió a sí mismo como enemigo, a su padre como asesino, a su madre como a una ramera y a él mismo como alguien por cuya sangre corrían pecados que no iban a ser perdonados, por acciones que él no cometía, pero que pesaban sobre él como si fuese culpable, condenando para siempre su sangre maldita, negándose a lo que le destino le tuviese preparado.

Y sin embargo, el único episodio en que Alexander recuerda haber estado presente al completo, el momento significativo y especial, el instante en que pensó que ese rubiecito no era sólo un estúpido niñito llorón, había ocurrido un domingo de diciembre de 1940.

Aquella vez, Franz no lloró cuando se aferró a su cuerpo con toda la fuerza de la que un niño de seis años disponía, entre la oscuridad de los túneles subterráneos de los trenes de Londres mientras afuera sólo se escuchaba el sonido de las paredes derrumbarse cuando en la noche larga comenzaban los bombardeos. Entonces sólo se abrazó de él, escondiendo el rostro en su pecho, temblando cual animalito que tirita de frío, apagando pequeñas exclamaciones cuando sentía bajo sus píes la vibración eco del retiemble de la tierra.

Alexander entonces le había rodeado con ambos brazos, protegiéndole con su cuerpo, sin saber cómo apaciguar a ese pequeño, incapaz de hacer otra cosa que permanecer ahí, acurrucado en un rincón, sintiendo la piedra fría del muro contra su espalda y el cuerpo un poco caliente contra su pecho.

“No llores” Decía y era él quien lloraba, quien se aferraba más. “Todo estará bien” continuaba, sin saber si el rubio le comprendía. “Todo estará bien” Y lo repetía como un mantra, una y otra vez contra los oídos del pequeño, aferrándose a una idea que no sabía si era real.

Alexander Odergand recuerda el sonido ensordecedor de una bomba caída cerca y el retumbar del interior. Recuerda el llanto de otras personas, el miedo sentido en el aire, el dolor y la impotencia mezclándose con el aroma de la húmeda y fría tierra, del desgastado y muerto acero de las vías. Y sin embargo, no hay nada que recuerde con más claridad que ese primer momento, que el instante en que, separándose un poquito, aquel rubiecito tonto había alzado una mano, pequeñita, de bebé aún, sucia de tierra y había rozado con cuidado su mejilla, limpiando aquellas vergonzosas y odiadas lágrimas.

- Deja de llorar.

Un eco más, a la lejanía, anunciando una noche interminable.

Franz Eysenck es estúpido, pero Alexander se supo entonces aún más estúpido que él, por depender, por tomarle de ancla y mantenerse a flote, gracias a él.
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