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Título: El recuento de los daños (
Fandom: Dies Irae
Pareja/personajes : Richard Eysenck
Advertencias: Ninguna.


Richard dijo a Joanna, aquella tarde que regresó del trabajo, que ahora cree en el amor a primera vista. Y es que, agregó, se ha enamorado perdidamente de aquellas mejillas salpicadas de pecas, de los ojos marrones, grandes, brillantes y de esa sonrisa divertida cuando la mocosa hizo nudo el estetoscopio.

Se llamaba Sophia Moonan, tenía cinco años, cabello castaño largo y quebrado, piel muy clara, manos pequeñitas y toneladas de energía que desgasta en la sala de espera del hospital. Sólo un año mayor que su pequeño Marshall, pero como dos o tres veces más hiperactiva. Y eso, pese a tener un catarro que la hacía detenerse cada tanto a recuperar el aliento.

- Si tenemos una hija le pondremos Sophia – Agregó él, antes de irse a dormir, exhausto y Joanna puso los ojos en blanco, algo aburrida pero comprensiva y le besó la frente antes de apagar las luces.

- Lo que digas, Richard, lo que digas.

* * *

Su padre le dijo que eso era bueno. Que si iba a estudiar medicina –que no era opción, realmente- aquella especialidad le satisfacía. Richard era débil, era sensible, era frágil. Franz pensó que estaría bien, que aprendiera, que sufriera. Tal vez, pensó, eso forjaría algo de carácter y convertiría al muchachito sensible en alguien más fuerte. Alguien diferente. Pero no lo dijo, guardó sus esperanzas y le felicitó cuando mostró, feliz, aquel diploma. Decía querer salvar vidas. Qué ingenuo. Franz, sólo pudo sonreír.

* * *

La primera consulta fue ese día, 12 de noviembre. Fue abrir el expediente, anotar los datos, checar todo lo demás. Habló con los padres –personas maravillosas, dulces, cariñosas, qué felicidad-, revisó a la pequeña que tenía un simple resfriado, recetó medicinas, la más dulce, la más efectiva y dejó que ella, que la enana, escuchase su corazón con el estetoscopio.

Dos semanas después ella regresó, con una mano cubriendo su oreja derecha, la cabeza completamente ladeada a ese lado y el ligero mareo que indicaba que algo no estaba bien. Fue un diagnóstico sencillo, infección en un oído y “rayos, ¿qué te has estado metiendo ahí?”. Más medicinas para controlar el leve dolor, para prevenir la fiebre y una paleta –un par de ellas- para alegrarle el día.

Era marzo del año siguiente cuando la volvió a ver, el cabello cortísimo –se encerró en el baño, se cortó el cabello, hizo un desastre, tuvimos que arreglarlo- pero la misma chispa en los ojos.

-¿Resfriada otra vez?
- Estoy bien.
- ¿Dónde te duele?
- Estoy bien.
- Te daré paleta si me dices dónde te duele.
- … ¿Lo prometes?
- Prometido. ¿Dónde te duele?
- Aquí.

La siguiente vez fue para una vacuna. La otra, casi un año después de la primera, fue un simple sarampión, fue recetar, pedirle reposo, la receta necesaria para el justificante médico escolar y despedirse con la sonrisa de siempre y el agitar de la manita, pequeña, cuidada.

* * *

Una vez, cuando aún estaba en prácticas y Marshall era aún un bebé, atendió a un niño. Era pequeño, tenía ojos oscuros y un pequeño mechón de cabello en la cabeza. Cuando lo conoció, tenía menos de seis meses y comenzaba a sonreír. Tenía deficiencia de aspartoacilasa, enfermedad de Canavan, daba igual como se le llamase. EURORDIS no pudo hacer nada. Él tampoco. Doce meses después el pequeño había muerto. Fue el primero.

* * *

Fue hasta junio cuando volvió a verla. Fiebre. Algo alta y recurrente. Diaria. Escalofríos bastante frecuentes, sensación de ahogo constante. La examino, la mirada fija en los ojitos marrones que no le miraban del todo y tratando de sonreírle pese a que ella no lo hacía, distraída, más quieta del usual.

Posiblemente neumonía. Recetó medicina para los síntomas y mandó hacer una biometría. Tal vez tuviese cierto grado de anemia, por eso la curiosa palidez instalada en la piel pese a la fiebre. La mantuvo en el hospital toda la noche. Y mejoró.

Una semana después ella estaba ahí de nuevo, acostada en el diván de su consultorio, con los ojos fijos en el techo y musitando “quiero ir a casa”. Sophia se estremeció cuando sintió el frío metal del estetoscopio en su pecho y Richard mismo maldijo mentalmente cuando escuchó aquel sonido anormal en el palpitar de la chiquilla.

(Una vez más, ella durmió en el hospital.)

- ¡No había soplo! Te juro que hace una semana no lo había.

Joanna suspiró, sentada en su lado de la cama, aquel libro en sus manos y Yukiy recostado con ella, cabeza en sus rodillas y sueño profundo.

- Deberían mandarla con un cardiólogo.

- Eso ya lo he hecho. Hablé esta tarde con el doctor Joyce y la atenderá temprano. No había soplo antes. Y la fiebre sigue siendo constante.

- Richard…

- ¿Sí, Joanna?

- No te preocupes tanto. – Pero cuando él asintió, ella supo que era mentira. Que era simplemente imposible.

(Richard no pudo dormir en casa.)

* * *

Lena tenía los ojos índigo, como su esposa. Ojos grandes y muy vivos, una sonrisa fácil. Tenía ocho años y se la vivía dibujando. La vio sólo dos o tres veces. Era muy sana. En octubre la ingresaron en urgencias. Neumonía. Hubo complicaciones esa noche, urgencia demandada en aquel cuarto de hospital. La medicina falló. Él falló. Fue la segunda.

* * *

Endocarditis bacteriana, según el doctor Joyce. Endocarditis bacteriana por estafilococos, según los exámenes mandados a hacer por el cardiólogo. Richard lo creyó, lo verificó, vigiló el estado de la pequeña y se convenció. Estaría bien, estaría bien. Lo esperó, la recuperación pronta.

Sophia había ido con el dentista, le dijeron sus padres, hacía poco, para sacarle un diente que no quería salir, pese a que el otro ya estaba tratando de acomodarse. Así comenzó la infección, por sangre, se convencieron.

- ¿Cómo te sientes?
- Mejor. ¿Ya puedo ir a casa?
- Muy pronto, espero.

Pero se necesitaba una lesión previa para que surgiese la enfermedad.


- Así que era eso.

Era cansado, para ella, el tener que quedarse ahí, en su lado de la cama, recostada, mirando el techo, la maldita luz encendida y soportando los diálogos que se transformaban poco a poco en monólogos.

- No, no era eso – Fue un reclamo, ligero tono de indignación, sin alzar la vista y continuando haciendo apuntes en aquella hoja de papel ya maltratada.

- Fue el diagnóstico.

- Sí, endocarditis. Pero eso no es la causa. Hay algo más, lo sé.

- ¿Qué vas a hacer entonces?

- Más análisis. – Alzó la vista, extendiendo la hoja hacia ella, quien la tomó, leyendo la letra cursiva, garabatos apresurados. Anemia. Endocarditis. Insuficiencia renal, neumonía, disnea.

Joanna suspiró, entrecerró los ojos, le entregó la hoja y se cubrió con la sábana. Mentalmente buscó conexiones, algo que pudiese ayudar, lo que fuese.

- ¿Legionella? Podría explicar la fiebre, la disnea, la neumonía y la insuficiencia renal. La anemia y la endocarditis podrían no ser parte del cuadro clínico…

Monólogos. Ella le escuchó seguir anotando, rasgueo del bolígrafo y más diagnósticos en voz baja.

- Apagas la luz cuando termines.

* * *

Se llamaba Joshua y tenía once años. Era pelirrojo, con muchas pecas salpicando su cara y un carácter de los mil demonios. Celos de su hermano menor, amor a los animales, fascinación por los caballos. Un día esa enfermera, la bonita de sonrisa fácil, entró y se lo dijo. Él guardó el expediente, ahí, donde estaban los que no volverían a ser abiertos. Fue un accidente y murió en el lugar de los hechos. Fue el tercero.

* * *

Ocurrió un lunes, justo después de revisar a aquel pequeño, Daumier, el del dolor de garganta recurrente, cuando ya este se había marchado con sus padres y él podía darse un descanso, comprar un café y descansar un poco antes de que llegase el siguiente.

- ¿Doctor Eysenck? – La vocecilla sonó a sus píes, junto al escritorio y desvió la vista del expediente para observarla. Ahí, de píe, la bata de hospital y una sonrisa juguetona, Sophia esperaba.

- ¿Qué haces tú aquí? Debes estar en cama. – Y fue inútil tratar de plasmar en esas palabras el tono duro y de regaño que quiso fingir.

- Es aburrido. – Hizo un pequeño puchero, mientras caminaba hasta llegar al diván, alzando los brazos, en un indicativo de que quería ser alzada para poder sentarse ahí. – El hospital es aburrido.

- Lo sé, pero pronto podrás salir de aquí – Ella era pequeña y se sentía ligera entre sus brazos cuando la tomó, alzándola y con la pequeña bajo el brazo, como un muñequito, salió del consultorio – Eso si obedeces y te quedas en cama.

- Pero me aburro mucho.

- Tienes televisión en la habitación. No deberías aburrirte.- Sofía hizo un puchero, mientras subían por el ascensor. – Mira, te daré algo para que te entretengas, ¿bien? Dios, ¿bajaste por el ascensor o por las escaleras?

- Piqué botones, pero no sirvió. Usé las escaleras.

- Esas son las cosas que no deberías hacer. – Cuando llegó, la puerta estaba abierta, las sábanas en el suelo, la televisión encendida. La dejó en la cama, cambió de canal y se sentó en la silla que había junto a la cama. – Sé buena niña y no vuelvas a escapar. Vas a preocupar a tus padres.

- ¿Y a usted? – Richard asintió. - ¿Mucho? – Nuevo asentimiento y una sonrisa - ¿mucho mucho de verdad?

- Claro que sí, tonta – Acompañó las palabras con una caricia ligera en la cabellera castaña que ya llegaba hasta los hombros de la pequeña. En ese momento el sonido y vibración del localizador se dejó sentir y suspiró. – Tengo que irme. Ahora, te quedas aquí, te traeré algo para que te entretengas en cuanto me desocupe.

Ella asintió y él se marchó, con prisas, un paciente más esperándole junto con un par de padres bastante disgustados con el retraso. Dos horas después, subió a la habitación, con aquel libro de colorear y lápices de colores. Le gustaba colorear. A Sophia le gustaba hacerlo, sin salirse de las líneas, colores fuertes, mucho rojo, mucho naranja y algo de verde.

- ¿Puedo quedarme con él? – Preguntó, cuando llevaba medio dibujo terminado.

- Es todo tuyo. Cuando te mejores y regreses a tu casa, puedes llevártelo.

- ¿Lo promete?

- Lo prometo.

Estaba por marcharse a casa cuando una enfermera le dio los resultados. Negativo a legionella. Altos niveles de calcio. Maldijo en voz baja, muchas veces, mientras regresaba al consultorio, esperando al siguiente paciente y partiendo desde cero.

Ese día llegó tarde a casa, ignoró los reclamos de Joanna –debías recoger a Marshall del colegio, he tenido que salirme del trabajo, tú, irresponsable – y durmió. O lo intentó. Sólo supo que esperó el alba sentado en el sofá, una taza de café y sus libros de medicina apilados sobre la mesa.

* * *

Después estuvo ella. Sophia Moonan, la pequeña hiperactiva que se escapaba del consultorio, de la habitación, que gustaba de cambiar canales de televisión para formar frases al azar. Casi siete años. Murió, una noche, en el hospital. Paro cardiorrespiratorio, complicaciones. No hubo nada que hacer. Nada. Fue la cuarta, una más de una lista que no acabaría.

* * *

Sucede el seis de agosto. Comenzó con la fiebre alta que pese a la medicina no bajó. Fueron necesarios medios físicos y él estuvo ahí, observándola temblar, sollozar despacio, caer rendida en un sueño intranquilo cuando cayó la tarde. A ratos, vigilando su estado, escapó de las consultas un par de veces, revisando los resultados, midiendo temperatura.

No está ahí cuando sucede. Estuvo en casa, en su cama, con su esposa –como debe, como tiene que ser- cuando el teléfono sonó. Tardó en asimilarlo y antes de hacerlo ya había colgado, se había vuelto a acostar y sintió los brazos de Joanna alrededor.

- ¿Quién era? – Inquirió ella, en apenas un susurro mientras él se acurrucaba. - ¿Era del hospital?

- Murió un paciente. – Y no dijo su nombre, con la creencia estúpida de que tal vez no fuese cierto. Escuchó más preguntas de su esposa, un susurro parecido a un ¿quién? Al que no contestó. – Vuelve a dormir.

Ella obedeció –o pretendió hacerlo- y él fingió imitarla. Y cuando Marshall abrió la puerta, despacio, para colarse en la habitación, él mismo le hizo lugar, le abrazó. Le sintió ahí, tan pequeño, frágil, tan presente.

Sophia sólo era un año mayor. Sophia era dos o tres veces más hiperactiva. Era. Era.

Richard apenas pudo conciliar el sueño.

* * *

Joanna le dijo que exageraba. Franz no dijo palabra, pero su mirada era fría y le llamaba débil, con una voz gélida y pausada en un tono muy bajo. Heike acarició sus cabellos, con compasión. Marshall no entendió los silencios de su padre y Yukiy ni siquiera trató de hacerlo. Solicitó vacaciones, un par de semanas. ¿Quién sería el quinto? ¿Quién el sexto? No quiso saberlo, no más.

* * *

- ¡Vacaciones! – Franz gruñó al escucharlo, paseándose por la sala de la casa, deteniéndose algunos momentos frente a la chimenea. Richard apenas le escuchó, la vista fija en aquella revista de su esposa. - ¡Yo nunca tomé vacaciones!

- Lo sé, padre – Respondió en un susurro, dándole por su lado. – Lo sé.

- No entiendo por qué tienes que hacerlo tú. Tienes esposa e hijos, no puedes tomar vacaciones. Y por nada. Estás haciendo un drama por algo que no tiene importancia.

- Lo sé. – Autómata, contestó, dando vuelta a la página de la revista, sin haberla leído. Algo sin importancia. Algo por lo que ya había pasado antes.

- Entonces ya basta. Levántate y vete a trabajar, no te pagué la universidad para que tu esposa te mantenga.

- Joanna no me mantiene.

Franz resopló, entrecerrando los ojos y tomando asiento a su lado en el sofá. Richard sintió la mirada y mantuvo la propia fija en la chimenea cuando su padre tomó la revista, apartándola.

- ¿Cuál fue la causa de la muerte?

Richard humedeció ligeramente sus labios, sin mirarle. Franz, hipócrita. Hablándole como si entendiese, como si aquello no fuese realmente algo que ese hombre ya esperaba. Parte del plan, parte de todo y él un pequeño peón en el tablero.

- Complicaciones de la endocarditis.

- No fue tu culpa. Eso es responsabilidad del cardiólogo. Tú hiciste lo que pudiste.

- No pude dar el diagnóstico acertado cuando debía – Franz trató de no poner los ojos en blanco, lográndolo apenas – Hasta la autopsia pudimos encontrar la causa detrás de todo y…

- Y de todos modos no hubiesen podido hacer nada. – Richard asintió y Franz se limitó a soltar un suspiro de cansancio, antes de deslizar su mano por el cabello de su hijo, una caricia apenas real.

- Papá…

- Qué patético eres. – Richard no dijo palabra y Franz se apartó, recogiendo el abrigo del respaldo de una de las sillas – Siempre fuiste tan débil.

Richard le observó cuando se despidió de los niños con abrazos y caricias y notó la mirada que era sólo para él cuando cerró la puerta tras de si.

No vales la pena, Richard.
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