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Fandom: Dies Irae
Personaje: Richard Eysenck
Tabla: Tabla media
Tema: #31 - Mamá
Notas: Cortito. O no tanto, pero salió bastante rápido~


Heike tenía diecisiete años cuando se casó.

Richard la recuerda así, una figura difusa, una cabellera rubia y larga, completamente dorada, cayendo por su espalda, iluminada por la luz rojiza del vitral de la capilla, las manos muy juntas en el regazo, sobre aquel vestido negro de encaje satinado que hacía resaltar la palidez de su piel. Una figura lejana, inalcanzable, que temía tocar.

Tenía dieciocho cuando él nació.

Era una voz que le arrullaba en las noches, que susurraba contra sus mejillas oraciones bajas, con voz de terciopelo, regalándole uno que otro beso de cristal traslúcido y de hielo frío, sobre su frente desnuda, apartando los mechones de su cabello. La mujer de negro que le sonreía de vez en cuando, siempre distinto, a veces cómplice, a veces compasiva, con lástima.

Era joven, tan joven, una niña.

Richard no logró entenderla, nunca, jamás. No entendió lo que significaban las miradas indulgentes o las caricias en su cabeza, palmaditas pequeñas y suaves, como si temiese romperlo. Tampoco entendió aquellas palabras que ella susurró contra su oído, con el aliento cálido rozando su frío cuello.

Y arruinó su vida. Ella podría haberse arrepentido, podría haberse ido. Pero no sin él.

Pero la quería, ¡cuánto la quería! Por aquellas veces, cuando le tomaba de la mano, saliendo de la iglesia y cuando iban lejos, se reía y murmuraba dos o tres blasfemias, maldiciendo el evangelio y señalando lo estúpido de Levítico. O cuando en las clases de piano se colaba silenciosamente y luego hacía ruidos, así, como sin querer, para distraerle, para molestarle, ganándose los regaños ocasionales del profesor. Y por aquellos besos y caricias pocas veces prodigados o las veces que él se quedaba despierto, sólo para escuchar los pasos vigilantes frente a su puerta, sabiendo que era ella cuidándole.

Y Franz no lo querría. Franz no lo permitiría.

Por eso no pudo entenderla. Porque Richard la amaba, no pudo comprenderlo, el significado de las palabras dichas mientras ella le tomaba de los hombros, con fuerza, apretando contra su piel la tela rugosa del pijama y mirándole a los ojos, fijamente, como viendo a través de él, como buscando una comprensión que no iba a hallar.

(Quiero que mueras, cariño.)

Tal vez si en ese momento lo hubiese sabido, habría obedecido. Si supiese que nunca había estado vivo, hubiese encontrado razonable la petición. A veces se lo piensa y cree que hubiera sido hasta lindo, el rozar con sus dedos la mejilla de su madre –su madre, tan dulce, tan cándida, tan suya- y asentir despacio, con los ojos cerrados, dispuesto a obedecer.

(Anda, muere conmigo, ¿no quieres?).

Richard la quería. Incluso en el momento en que le atrapó, apresándole con su cuerpo, susurrando aún con su aliento con olor a menta y canela, esas palabras, en un tono suave de orden, con sutileza, una insinuación, simple incitación, colocando entre sus manos el cuchillo que él miró, en cuyo filo vio reflejados sus ojos, verdes, tan verdes, y su rostro pálido como sal o arena.

Pero él recuerda haberlo soltado, haberlo dejado caer y retroceder, hasta chocar con la mesita de noche, haciendo caer una figura de porcelana, quebrándose en el suelo las manitas extendidas del ángel de la guarda.

(Quiero vivir, mamá.)

Ella no pudo insistir. Él no podría haberse negado otra vez.

(No voy a morir contigo, no puedo.)


Y Franz no la dejó ir. No con él. Nunca con él.

Ella era esa figura arrodillada frente al altar, la cabeza gacha, suplicando perdón ante la imagen de un salvador en quien nunca confió. Era esa mujer que vivía en casa, que de vez en cuando era su madre, que otras veces era una extraña. Era aquella que alguna vez le dijo que lo amaba pero a los siete años le pidió que muriera, la que le elogió mil veces y le odió otras mil más.

Fue esa en la que él no pudo volver a confiar, en la que aprendió a no creer, a la que se decidió no escuchar.

Heike era su madre.